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El podcast que están escuchando pertenece a una serie centrada en el informe Combatir la pobreza y la desigualdad elaborado por el Instituto de Investigación de las Naciones Unidas para el Desarrollo Social. Un minucioso análisis de las razones y las dinámicas de la persistencia de la pobreza en el mundo que presenta, a su vez, una variedad de políticas y medidas institucionales para aliviarla.
En los últimos 30 años se ha avanzado en el acceso de la mujer a la educación, la política y el mercado de trabajo pero las condiciones laborales que les afectan son, en general, más precarias que las de los hombres mientras siguen asumiendo el rol de principales cuidadoras del hogar. Muchas voces argumentan que la pobreza tiene rostro femenino. Conocer la situación real no es tan sencillo. Los datos suelen silenciar la desigualdad de género al medir la pobreza en términos de ingreso de los hogares y NO de cada uno de sus integrantes. En cualquier caso, la evidencia demuestra que el crecimiento económico NO garantiza mejores oportunidades para las mujeres. En ocasiones, incluso, el desarrollo ha empeorado su situación.
La República de Corea y la Provincia China de Taiwán son economías de industrialización tardía que en los años sesenta y setenta basaron su crecimiento en las exportaciones de bajo coste empleando fundamentalmente a mujeres que recibían prácticamente la mitad del salario que los hombres. A partir de los ochenta, el cambio a una producción intensiva en capital y tecnología desplazó del mercado laboral a la mano de obra femenina sin que fuese absorbida por ningún otro sector.
Las mujeres siguen ocupando la mayor parte de empleos temporales, incluso por días, enfrentando así una mayor inseguridad frente a la que a menudo carecen de protección. Las experiencias de China y México acreditan este argumento. Tanto las zonas económicas especiales del gigante asiático como las maquiladoras del país norte-americano han basado su actividad en una fuerza laboral femenina de bajo coste sin apenas derechos o beneficios en materia de bienestar, y sin espacio para negociar sus condiciones.
En cierto número de países de ingresos medios las mujeres integran el grueso de los empleos informales, sobre todo en el servicio doméstico; sector que en Brasil, por ejemplo, ocupaba al 18 por ciento de la fuerza laboral femenina en 2006 frente a sólo el 0,4 por ciento de hombres. Más de la mitad de las trabajadoras domésticas en el país son de ascendencia africana, añadiendo un plus de etnicidad a la discriminación de género. Similar patrón sigue Sudáfrica donde además se registran mayores índices de paro femenino. Una medida incompleta en muchos países donde las mujeres se presentan como amas de casa y no como solicitantes de empleo.
Tampoco las economías agrícolas ofrecen mayor seguridad. En los últimos 20 años, los Estados han recortado su apoyo a la agricultura doméstica que ha de competir con grandes productores subsidiados. Para amplios sectores de la población esto significa tener que buscar constantemente una fuente de ingresos, normalmente en el sector informal. La agricultura sigue ocupando al grueso de las mujeres en la India y Kenia, a menudo convertidas en pequeñas propietarias. Sin embargo, el empleo en el sector no parece reducir ni la brecha salarial con los hombres, ni los índices de pobreza.
Unos índices incompletos si sólo se tiene en cuenta el ingreso combinado de los hogares. En efecto, las mujeres empleadas –a menudo en desventaja en términos de oportunidades y salarios- presentan tasas de pobreza más bajas, pero nada se explica de las normas sociales ni de la aceptación cultural del trabajo femenino remunerado, o de la capacidad de las mujeres para retener el control sobre su sueldo. Tampoco de las horas extras que han de dedicar al cumplimiento de responsabilidades domésticas no remuneradas.
En resumen, el riesgo de pobreza que afecta a las mujeres viene determinado por la estructura del mercado laboral y la de los hogares en que viven, y aun cuando el ingreso combinado les permita compensar sus mínimas ganancias, esto no significa que no dependan financieramente de aquellos que decidirán cómo asignar los recursos.
La desigualdad de género también se da en economías avanzadas con notables diferencias según la región. Mientras los países nórdicos y anglófonos muestran la mayor proporción de mujeres ocupadas, en el sur de Europa son frecuentes diferencias de más de 20 puntos porcentuales respecto a los hombres, mientras en Europa del Este el desempleo se ha disparado para ambos sexos. Todas las áreas registran mayor proporción de mujeres que de hombres en trabajos a tiempo parcial para poder atender a la familia de forma, por supuesto, no remunerada. Es aquí donde entran en juego las transferencias del Estado y una vez más su efecto reducción de la pobreza es mayor en los países nórdicos que en la Europa anglófona o en el sur del continente.
En otras regiones del mundo las ayudas han tomado forma de transferencias de efectivo condicionadas o micro-créditos. El informe del UNRISD concluye, sin embargo, que ni estos programas, ni la asistencia social, o la seguridad social pueden reducir la pobreza o la desigualdad de género sin políticas que promuevan la seguridad económica de las mujeres a largo plazo.
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